Durante los años ’30 Roberto Arlt trabajaba como periodista y escribía crónicas para el diario “El Mundo”. Allí publicaba periódicamente artículos literarios, los cuales formaron parte de la sección denominada “Aguafuertes Porteñas”. Se describían personajes de la vida cotidiana y temas simples, pero contados con mucha ironía, inteligencia y humor, donde cualquier ciudadano podía reconocerse dentro de estos relatos. Uno de ellos lleva el nombre de "Amor en el Parque Rivadavia", donde Arlt relata un suceso acaecido una noche mientras cruzaba por el Parque, volviendo a su casa a cenar.
Amor en el Parque Rivadavia
Si me
lo cuentan no lo creo. En serio, no hubiera creído. Si yo no fuera Roberto
Arlt, y leyera esta nota, tampoco creería. Y sin embargo, es cierto.
¿Cómo empezaré? Diciendo que la otra tarde, “una
hermosa tarde”… Pero eso sería inexacto porque “una hermosa tarde” no puede ser
aquella en que ha llovido. Tampoco era de tarde, sino de noche, bien
anochecido, las ocho.
Como contaba, había
llovido. Llovió un rato, lo suficiente para lavar los bancos, humedecer la
tierra y dejar los caminos de las plazas en estado pastoso.
Más aún: llovió de
tal manera que si usted si fijaba en los bancos de las plazas, comprobaba que
conservaban frescas manchas de agua. No había banco que no estuviera mojado.
Eran las ocho de la
noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No iba triste ni alegre, sino tranquilo
y sereno como un ciudadano virtuoso. Alguna que otra pareja se cruzaba en mi
camino y yo aspiraba el olor a los eucaliptos que flotaba en el aire
embalsamándolo dulcemente, o mejor dicho acremente, pues el olor de los
eucaliptos deriva del alquitrán que contienen, y el olor del alquitrán no es
dulzón sino amargo.
Como decía, iba
cruzando el parque, hecho un santito. Las manos sumergidas en los bolsillos del
perramus, y los ojos atentos.
Y de pronto… (Aquí
llegamos y por eso me retardo en llegar.) De pronto, en una alameda que corre
de Este a Oeste, y llena de bancos en los que los focos revelaban frescas
manchas de agua, vi parejas compuestas de seres humanos de distinto sexo,
conversando (esto de conversar es una metáfora) muy liadas. ¿Se dan cuenta
ustedes? No sólo no sentían el fresco ambiente, sino que eran hasta insensibles
al agua sobre la cual estaban sentados.
Yo me hacía cruces,
y me decía: “No, no es posible… ¿Quién va a creer esto? No es posible”. Y como
un ingenuo, acercaba mi nariz a los bancos, los miraba y los veía mojados,
mojados a tal punto que, con perramus y todo, yo no me hubiera sentado allí. Y las
parejas, como si tal cosa… cualquiera hubiera dicho que en vez de estar
diciéndose ternezas sobre una dura madera mojada, reposaban en cojines de
Persia rellenos de plumas de grulla rosada.
Y no era una pareja…
pareja que haber sido una, nos hubiera podido hacer exclamar: ¡Una golondrina
no hace verano!
No, no era una
pareja. Eran muchas, pero muchas parejas, igualmente insensibles a la humedad e
igualmente laboriosas en eso de demostrarse que se querían.
Algunas permanecían
en un silencio comatoso, otras, cuando yo me acercaba, se apresuraban a
gesticular como si discutieran temas de vital interés. En fin, terminé de
cruzar el parque, consternado y admirado, pues ignoraba que el amor, como un
hidrófugo cualquiera, impermeabilizaba las ropas de los que se sentaban en
bancos mojados.
La otra noche, vuelvo
a pasar por el Parque Rivadavia. Hecho un santito, con las manos sumergidas en
el bolsillo del perramus y los ojos atentos. No llovía, pero había en cambio,
una humedad de mil demonios, si mil demonios pueden ser húmedos. Tanta humedad,
que la humedad se distinguía flotando en el aire bajo la forma de neblina. Eran
las ocho de la noche, hora en que los ciudadanos virtuosos se dirigen a sus
casas para embodegar un plato de sopa bien caliente. Y yo cruzaba el parque
pensando que bien me había ganado un plato de sopa y otro de estofado, pues
tenía frío y sentía debilidad. A diez metros de distancia apenas si se
distinguía a un cristiano o a una cristiana. Tan espesa era la neblina. Y yo
pensaba:
«Héme
aquí, en el lugar más adecuado para pescarme una bronconeumonía o, cuando
menos, una pulmonía doble. No hablemos de gripe, porque de solo poner las
narices por aquí uno se hace acreedor a ella».
Iba entregado a estos pensamientos
asépticos o bacilosos, cuando llegué a la alameda que corre de Este a Oeste. Esa,
la misma, la de los bancos.
¿Querrán creerme ustedes?
Desafiando las
bronconeumonías, las pulmonías dobles y simples, las gripes, los resfríos, las
pleuresías secas y húmedas, y cuanta peste pueda relacionarse con las vías
respiratorias, innumerables parejas de niños y señoritas, jóvenes y caballeros,
se arrullaban de dos en dos bajos las ramas de los árboles, que goteaban
lagrimones diamantinos.
Juro que sería criminal
no confesar que se arrullaban tiernamente. No es necesario que la fuerza
pública lo obligue a declarar a uno por la violencia. No. Se arrullaban
tiernamente. En la neblina, bajo los árboles goteadores.
«Ya ni en
la paz de los sepulcros creo». No creo en los efectos de la lluvia, de la
niebla, del viento, del frío ni del diablo. No creo en la paz ni en la soledad
de nada.
Siempre y siempre que me
he dirigido a un sitio solitario y oscuro, a un paraje que desde afuera hacía
pensar en la soledad del desierto, siempre he encontrado allí una muchedumbre. De
manera que me inclino a creer que la única soledad posible es aquella que se
produce en un agujero de tierra cuyo fondo dejaron un cajón… ni en esa se puede
creer.
De cualquier manera, he
aprendido algo: que el que quiere soledad que la busque dentro de sí mismo; y
que no importune a las parejas, que por tener la convicción de su amor, se
quieren al aire libre y a la luz de una o varias lunas de arco voltaico.
Bibliografía:
- ARLT, Roberto. Amor en el Parque Rivadavia. En: Aguafuertes Porteñas. Hyspamerica, 1986.